26 ene 2017

AFUERA

Mi relato para la historia sin fin, espero lo disfruten y no dejen de pasar por allí.
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– Dale!… no pasa nada. Respirá tranquilo. Inhalá y exhalá. Un minuto y llegás. – El corazón estaba a punto de salírsele por la boca. Una boca fruncida y apretada que se accionaba cada vez que respiraba fuera de su casa. Tomando súbitas y febriles bocanadas, Balcarce pensó que no lo lograría, aunque ya hubiese experimentado mil episodios iguales.
Había salido al banco para cobrar su cheque semanal, pero no contó en demorarse tanto y aunque ya estaba retornando, la urgencia de volver fue creciendo aterradoramente.

– Ay No!, ahí está Isabel! Qué hago?, pensó Balcarce, y esa voz que afuera siempre lo cuidaba, nuevamente le habló:
– Isabel? Donde?.
– Ahí en Bobos.

Dobos era la cafetería más concurrida del barrio y la gente hacía cola para obtener una silla. Balcarce odiaba las cafeterías, a esta especialmente, por eso la había bautizado Bobos. Pero también odiaba las charlas tan próximas a las que uno se expone en esas mesas pequeñas, las colas, la concentración de gente, los mozos, etc., etc.
Isabel por su parte era la única vecina que Balcarce conocía, había sido amiga de su abuela y ahora que ésta había fallecido, odiaba (además) cruzársela. Detestaba cuando ella le sacaba charla en esos tensos encuentros fortuitos de ascensor.

– Pero… cuántos años tiene la vieja? Hay gente que no encuentra límites, deberías aprender de ella.
– Cruzo? Le dijo a la voz.
– No, seguí.
– Me vio. Me vio!
– Bueno, tranquilo, no pasa nada, saludala con un gesto… nada más.
– No, mejor Cruzo! y haciendo caso omiso a la voz, se precipitó sobre la avenida.

Balcarce era redondo como el alfajor y torpe al extremo, sin embargo un impulso lo arrojó hacia delante. No podía correr, había olvidado cómo hacerlo, pero dio un par de pasos descomunales, mientras apretaba la cola, como si un perro lo estuviese persiguiendo de atrás y en un santiamén estaba del otro lado de Bobos. Pero el colectivo de la 140 lo acusó de un bocinazo tan agudo y prolongado que terminó por ahogar entre sollozos su gran hazaña.
Siguió, desesperado y sin mirar atrás. Dio vuelta a la esquina y entró al edificio. El ascensor estaba parado en planta baja, sin embargo subió los 10 pisos por la escalera, prefirió sufrir un infarto que lanzarse al azar de un nuevo encuentro con otro, cualquiera fuera.

Entonces la vio y suspiró ante el anhelo de cruzar aquella frontera que dividía al mundo y su felicidad.

Metió sus llaves y con un giro nomás, el espacio entero se transformó. Entró y cerró la puerta. Ya sin fuerzas, se desarmó en el piso de su departamento y mientras se revolcaba en la seguridad de su insondable privacidad, pensó: estoy a salvo, al menos por una semana estoy a salvo.



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